Más sobre el lenguaje museográfico fuera del entorno del museo

Guillermo Fernández. El Museo Transformador.

En el libro El Lenguaje museográfico ya se dedicó un capítulo completo al lenguaje museográfico fuera del entorno del museo, bajo el concepto de que el lenguaje museográfico articula toda aquella intención comunicativa en la que participen objetos o fenómenos reales, o ambos combinados.

La máquina de zumo de naranja on demand —habitual en muchos supermercados y cafeterías—, es un ejemplo claro que ya se mencionó: las naranjas (objeto) son exprimidas según un mecanismo totalmente transparente (fenómeno) para dar lugar al momento al zumo que se ofrece al comprador. El propósito de este dispositivo no es sólo dispensar zumo —ya que el zumo fresco podría dispensarse de maneras más económicas—, sino también comunicar al cliente el origen irrefutablemente fresco y natural del zumo que se le ofrece. El objetivo comunicativo en este caso no está relacionado con la educación (como es propósito habitual del museo), sino con el legítimo propósito de vender zumo fresco.

Las grandes cadenas de ferretería y bricolaje que ahora proliferan son otro buen ejemplo. Las herramientas y accesorios no están en estanterías al alcance del público sólo para ser auto-administradas al cliente, sino sobre todo para poder ser conocidas por el cliente. Las personas pueden ver, coger e incluso probar diferentes artículos, estudiando in situ su funcionamiento o aplicación (incluso pueden llevárselos a casa por largos períodos de tiempo antes de devolverlos con reembolso íntegro del importe). El cliente no acude a estos establecimientos sólo a comprar, sino en gran medida también a conocer qué artículos existen que puedan servir a sus propósitos, en una dimensión presencial y singular que Internet no puede ofrecerle, a pesar de que estos establecimientos siempre disponen de webs muy completas.

En las ferreterías clásicas los artículos se servían a menudo desde mostradores que atendía un dependiente, de modo que el cliente no tenía acceso a los almacenes. Aquella dinámica respondía a que el cliente solía ser un experto que ya conocía a fondo lo que pedía y no un aficionado al bricolaje que quiere aprender del contacto directo con ciertos artículos reales y presentes. Esto explica también el hecho de que estos establecimientos trabajen siempre con unos techos muy determinados en sus ventas por Internet, ya que, como se comentaba, los sistemas online no pueden colmar la mayor parte de la amplia dimensión cognitiva que en este caso precisa el cliente.

Estos establecimientos no son, por lo tanto, tan solo lugares de venta auto-administrada, sino que en gran medida funcionan también como auténticas exposiciones de objetos y fenómenos en este caso relacionados con el bricolaje y puestos a disposición de responder las preguntas de un cliente a la búsqueda de cierto tipo de soluciones técnicas. Puede decirse que estas empresas emplean pues plenamente el lenguaje museográfico, aunque en este caso tampoco esgriman una intención de fondo educativa, sino un legítimo fin de vender sus artículos. Conclusiones muy parecidas podrían extraerse en el caso de ciertos supermercados u otras superficies comerciales.

Las estanterías de las ferreterías actuales, además de permitir que el cliente se auto-sirva, le permiten un conocimiento especialmente intenso y próximo de sus artículos, actuando en buena medida como auténticas exposiciones, aunque el objetivo sea comercial y no educativo en este caso.

En algunos talleres de reparación de vehículos se ofrecen unas tarjetas con muestras reales de ruedas de vehículos en diferentes grados de desgaste, para información del conductor. Ni fotos, ni videos ni otras formas de comunicación, pueden sustituir en este caso la aplastante elocuencia del objeto presente (y el fenómeno derivado de tocar la muestra con los dedos).

Hace unos años, una conocida firma de maquinillas de afeitar lanzó un modelo especialmente flexible y adaptable a la cara. Con el fin de demostrar su extraordinaria versatilidad, en algunos comercios se instaló un ingenioso dispositivo mecánico. En el interior del mismo, una de estas maquinillas surcaba una especie de cilindro anaranjado con una forma muy característica, demostrando su especial adaptabilidad a los contornos. El usuario podía animar el dispositivo haciendo uso de una pequeña manivela que hacía girar el cilindro. Parece evidente que el fabricante juzgó que ningún otro medio podía haber comunicado de un modo tan efectivo la eficacia de esta maquinilla (naturalmente tampoco la foto que aparece a continuación, aunque pueda servir para hacerse una idea).

Frecuentemente, las empresas y otras organizaciones que no son museos se refieren a este tipo de dispositivos con términos tales como estaciones experienciales o cosas por el estilo, y en ocasiones pretenden un cierto enfoque innovador. En realidad este tipo de recurso no tiene nada de novedoso y se basa en los activos de un lenguaje con siglos de antigüedad: el lenguaje museográfico.

Cabe destacar la paradoja que representa el hecho de que el sector privado (que nunca da puntada sin hilo) recurra a los recursos del lenguaje museográfico, que, sin embargo, tan a menudo es puesto en cuestión desde los poderes públicos. Por otra parte, y aunque parezca que debiera ser al revés, desde los museos cabe estar muy atentos al empleo —tan a menudo brillante—, que otras organizaciones que no son museos saben hacer de las singulares capacidades del lenguaje museográfico.

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