Entrevista a Marina Garcés (filósofa)

Con ocasión de nuestra colaboración con Revista de Museología, tuvimos la suerte de poder contar con una entrevista de Marina Garcés, una de nuestras más relevantes filósofas, a quien desde El Museo Transformador seguimos con mucho interés.

Esta entrevista fue publicada originalmente en el número 86 de Revista de Museología.


Usted colaboró durante unos años con el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA) pero más allá de esta colaboración profesional, ¿Qué papel juegan los museos en su vida? ¿Cuál es su vinculación personal? ¿A qué le da más importancia: al papel de las emociones o al aprendizaje?

Los museos son instituciones culturales que han transformado su función a lo largo de su tiempo de existencia. Además de la conservación y muestra de fondos, tesoros y colecciones, se han ido convirtiendo en centros de producción, de encuentro y de educación a niveles muy diversos. Pienso que en este momento están en una encrucijada, porque muchas de estas funciones se solapan con las que hacen otras instituciones o proyectos colectivos y no siempre está claro cuál es su rol. Más allá de conferencias y seminarios en diversos museos, yo he colaborado durante años seguidos con el MACBA, formando parte del claustro de su Programa de Estudios Independientes. Pude tener la experiencia concreta de la virtud y del peligro de este tipo de programas, que en parte se cruzan con otras propuestas de educación superior. La virtud es que son mucho más ligeras que las estructuras burocráticas universitarias, más creativas y más abiertas a la pluralidad de lenguajes, recorridos y propósitos. El peligro es que esta misma ligereza también las convierte en fácilmente prescindibles o sujetas a decisiones personales, cosa que ocurrió en mi relación con el MACBA tras el despido del responsable de actividades públicas Pablo Martínez y la consiguiente suspensión del programa, con todo organizado y el estudiantado seleccionado. Esto es algo que, a pesar de todos los defectos de la universidad, en ningún caso podría ocurrir porque hay unas garantías y unos procedimientos. Es un ejemplo de cómo hay que corresponsabilizarse, o no, de las propuestas que están abriendo los museos a prácticas docentes, formativas o de aprendizaje, pues pienso que si entran en este terreno, cosa que considero buena, tienen que hacerlo con todas la consecuencias y no como algo caprichoso y lateral.

Una de sus propuestas más interesantes es el de la alianza de los aprendices. Con ella, usted propone poner en el centro la mirada de quien aprende considerando como tales a todas las personas ya que aprendemos a vivir juntos, unos de otros, unos con otros. A veces se acusa a los museos de reservarse el papel de maestro trasladando el de aprendiz a los visitantes. Por el contrario, en El Museo Transformador reivindicamos el papel de la educación como herramienta de transformación social. En este sentido, ¿Cómo cree que podríamos articular en los museos el espíritu de la alianza de los aprendices para integrar en ella a los ciudadanos? ¿Cree que es adecuado vincularlo con el fomento de la participación social?

Me parece muy importante que desde iniciativas como la que planteáis se esté dando importancia a este giro de la mirada. No es nuevo, pienso que hay una tradición pedagógica muy antigua que ha tenido siempre presente esta doble condición del maestro-aprendiz, o de la reciprocidad de los aprendizajes, pero una y otra vez se olvida y se refuerzan las tendencias al monopolio del conocimiento y a la delegación de la inteligencia. Para mí, la clave de la alianza de los aprendices es la relación entre reciprocidad y composición. No se trata de un simple intercambio, que muchas veces resulta instrumental, ni de una llamada a la participación, que a menudo es unilateral, sino de hacer posibles procesos de mutua implicación. Me resulta inquietante, cada vez más, ver proyectos culturales que se basan en colaborar o invitar a colectivos, vecinos, etc pero que no los implican en la vida de la institución, de su entorno, de sus ritmos de trabajo… Las pocas veces en que he sentido que proyectos de este tipo funcionan es cuando percibo que las personas que están participando en ellos entran en el museo, por ejemplo, como si fuera su casa, sin darse cuenta ni siquiera de que están “entrando”. Crear esa cotidianidad y esa porosidad es imprescindible si realmente se piensa en la posibilidad de alianzas sostenibles y durables en el tiempo, más allá de la mera gestión de proyectos muy lucidos pero sin consecuencias.

Usted manifiesta como solucionismo la tendencia actual a identificar el saber y el conocimiento con activos que sólo se justifican si son capaces de ofrecer soluciones concretas, habiendo perdido la atribución de hacernos mejores como personas y como sociedad ¿Cree que el museo actual puede estar contribuyendo de alguna manera a este enfoque sólo utilitarista del conocimiento?

Para mí el problema del solucionismo, como ideología y como práctica, es que anula el valor de lo problemático. Los problemas sólo existen y son reconocidos en la medida que pueden ser resueltos de forma técnica y eficaz. En el caso de los museos, quizá no prima tanto el valor de la solución como propuesta, pero si creo que sucede como en el conjunto de la sociedad: lo problemático molesta porque es visto directamente como una amenaza. Esto hace que a menudo la aproximación a las cuestiones que se plantean sea más temática que problemática. Se proponen temas candentes, de género, ambientales, sobre colonialismo o sobre memorias invisibilizadas, por tomar algunos ejemplos, pero ¿quién y cómo se hace cargo de las problemáticas que se plantean a través de ellos? ¿A quién afectan y cómo nos transforman? Mi pregunta es de qué manera los museos, entre otras instituciones culturales, pueden ser cantera de preguntas más que expositor de temáticas y cómo se puede llegar a hacer de ellos lugares para una verdadera conversación pública. Esto implica, también, preguntarnos para quién son, más allá de la idea de público. Durante años se ha insistido en la creación de públicos, en llegar a nuevos públicos. Pero, ¿y si más allá de públicos podemos ser interlocutores? ¿Quiénes de qué maneras está llamados a esta interlocución? ¿Cómo convocar sin utilizar a los colectivos y personas convocadas? Pienso que es una pregunta radical que debemos hacernos desde los proyectos culturales y académicos. La instrumentalización es otra forma de utilitarismo.

Una de sus propuestas que más nos interesan es la de su concepto de condición póstuma de la sociedad actual: sobrevivir los unos contra los otros mientras se renuncia a visiones estimulantes de futuro. La globalización formuló el concepto de desarrollo sostenible que impuso la austeridad, no como decrecimiento, sino como recorte del gasto público. Una de sus consecuencias, ya endémica en los museos es la de su financiación. Pero a la vez vemos propuestas políticas como la del Hermitage en Barcelona o gremiales como el acuerdo que adoptó el ICOM (International Council Of Museums) de celebrar su 27 Conferencia de 2025 en Dubai. ¿Qué papel podemos ejercer desde los museos para fomentar el pensamiento crítico que usted propugna para vencer esta condición póstuma?

En tanto que espacios donde tendría que ser posible una conversación pública abierta y a la vez sensorial, experiencial y propositiva, los museos están en posición de ser lugares de ensayo y de elaboración de formas de vida. Más allá del mito romántico del artista y de la creación, me interesan más las nociones que vienen de las artes como prácticas artesanas i amateurs: elaborar, ensayar, obrar, practicar, experimentar, etc. Son verbos que nos sitúan en el continuo del tiempo y en su cualidad de invitación a la prueba y error, a la deriva y al retorno, a la propuesta inacabada. En definitiva, a compartir no sólo lo que sabemos sino también lo que no sabemos, aquello que nos hace dudar, perder pie, incluso aquello que nos produce preocupación o temor. En este sentido, estamos en una época focalizada hacia la catástrofe como horizonte del propio tiempo. Los datos objetivos para el temor de un colapso, o muchos, existen y deben ser problematizados y combatidos por todos los medios. Pero a nivel de los imaginarios apocalípticos, pienso que la cultura tiene la responsabilidad de no contribuir a su uso ideológico y reaccionario. La industria del miedo es muy rentable en todos los sentidos, económicos y políticos, y además alimenta una impotencia que la cultura y la educación deben ayudar a desmentir.

En esta línea, usted habla de diferentes mecanismos de neutralización de la crítica (cosa que vuelve inútil el conocimiento). Uno de los que menciona es la estandarización de los lenguajes. Desde el Museo Transformador reivindicamos el lenguaje museográfico basado en la capacidad comunicativa de los objetos y los fenómenos reales y tangibles como la forma propia de comunicar de los museos; un lenguaje alternativo y singular y no redundante con otros lenguajes. ¿Cómo cree que el museo puede ostentar esta originalidad que lo haga imprescindible y singular en nuestro tiempo?

Me gusta mucho esta idea de dejar hablar a los objetos y de situarnos en una posición receptiva y de escucha. El mundo no sólo lo producimos nosotros con nuestros proyectos, planes, creaciones e interpretaciones. Participamos de una comunicación que va más allá de lo intencional. “Interrumpir el sentido del mundo” es una expresión que habíamos utilizado desde el colectivo Espai en blanc para decir, precisamente, que el continuo de la comunicación sólo produce un discurso que se reproduce a sí mismo. Esto ocurre hoy en muchos ámbitos: el mediático, el académico, el cultural… hace falta interrumpir para poder escuchar lo que está ahí y no se oye, lo que ha quedado por decir o por pensar, lo que no funciona en una única frecuencia de sonido, lo que es disonante… Frente a la estandarización a menudo la respuesta es coleccionar diferencias, minorías, diversidades. Yo pienso que es otra forma de estandarizar, partiendo de la clasificación de “lo otro”. Me interesa mucho más la experiencia de la extrañeza. ¿Qué nos extraña? ¿Qué se nos hace extraño? Ahí no es posible responder componiendo catálogos, ni culturales ni de ningún tipo, sino interrogándonos acerca de lo que no coincide con lo conocido, ni siquiera de nosotros mismos.

Para mí toda segmentación es peligrosa y no es la única alternativa a la homogenización que ha dominado prácticas educativas y culturales durante mucho tiempo. Actualmente, el mercado entero funciona según “targets”. Pienso que una acción cultural radical tiene que ir, precisamente, a convocar al extraño que somos todos. Para ello, más que tener una oferta cultural diversificada según factores de reconocimiento (“esto es para mí”), iría a buscar la manera de ofrecer y hacer deseable aquello que nunca ha sido “para ti”. Con el máster de filosofía que dirijo en la UOC lo hemos intentado, por ejemplo. Es un máster de filosofía, oficial y con todos los requisitos académicos para que lo sea, pero que anima a un estudiantado con trayectorias anteriores muy diversas porque no parte de la diversificación de las especialidades sino de la potencia de trabajar a partir de problemas comunes.

Desde El museo Transformador creemos que los museos no deberían tener apellidos (de arte, de ciencia, de historia…) e insertarse en un concepto panmuseístico que nos permita abordar el universo como un continuum y no asignaturizar las exposiciones. Tampoco nos identificamos con un concepto de Humanidades que parece acoger a todas las disciplinas menos a la ciencia, y que pensamos que de alguna manera sugiere que la ciencia acaso no sea algo de la humanidad o relativo a ella ¿Cómo puede el museo contribuir a esta transversalidad que parece irse imponiendo en diversos órdenes?

Es bonita esta idea y conecta muy bien con lo que os decía acerca del Máster de filosofía para los retos contemporáneos de la UOC. Seguimos en un esquema en que lo interdisciplinar sigue reforzando las disciplinas, que simplemente se suman o se mezclan. Pero el verdadero salto es acoger la diversidad de lenguajes, conceptos y prácticas en la elaboración de problemas comunes. Cualquier cuestión interesante y necesaria tiene modos de aproximación diversos, como una montaña que puede ser escalada de diferentes formas, más suaves, más directas o dando tumbos, haciendo un esfuerzo físico o una deriva basada en la observación. Del mismo modo, las propuestas educativas y culturales abren problemas comunes que deben poder ser aproximados de diferentes maneras. Por eso me da miedo, normalmente, el acento puesto en la metodología y los procedimientos. Por supuesto que son necesarios y siempre hay algunos funcionando. Pero cuando son la razón de ser de lo que hacemos, ya no hay espacio para el encuentro. Nos convertimos en seguidores más o menos obedientes de libros de instrucciones.

Los estamentos dedicados al conocimiento (la escuela, la universidad, el museo…) nacieron de un propósito inicial audaz y transformador que ahora parece haberse diluido, mientras se abrazan a medios, indicadores y ránquines propios del sector privado, o, en el extremo contrario, de criterios exclusivamente políticos. Como dice Byung-Chul Han, hoy todo se reduce hasta convertirse en objeto de consumo. A nuestro parecer, los museos, especialmente los grandes con vocación de atractivo turístico, han caído en esta trampa ¿Cómo cree que se debe posicionar el museo contemporáneo en estas dinámicas?

Hace falta reivindicar el sentido de lo público. No se trata solo de disputar la titularidad de los museos y otros centros culturales, sino ir más allá, ya que a menudo el sistema público se comporta como el privado o peor, porque se dedica a competir con él. Lo público no es solo una cuestión de propiedad, sino de sentido, ejercicio y gestión. ¿De quién y para quién es aquello que se propone? Toda la conversación que hemos tenido desemboca en esta pregunta. Si la respuesta es de mercado, el sentido de lo público queda cancelado, porque no atiendo a sus dos principios: la universalidad y la corresponsabilidad. La universalidad no significa, ya lo hemos dicho, la homogeneidad. La propuesta cultural más minoritaria, en términos de gusto o de especialización, puede ser universal en el sentido de abrirse a cualquiera. La corresponsabilidad significa, además, que todo lo que se propone tiene que poder tener consecuencias diversas en sus diversos participantes. No hay un solo resultado (output, como se dice ahora) de un proyecto. Tiene que poder haber muchos e incluso disonantes y en conflicto.

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