Colecciones de fenómenos (y no sólo de objetos) en los museos (II)

El museo transformador


En el primer artículo de esta serie, se argumentaba que los objetos y fenómenos tangibles y presentados —no representados—, constituyen el activo fundamental del lenguaje museográfico, adquiriendo un papel esencial en el propósito educacional y comunicativo del museo contemporáneo

Una de las características del museo contemporáneo es que admite explícitamente una función educativa, poniendo al visitante en el centro de su acción. Esto supone añadir un nuevo propósito social a la conservación y el desarrollo de una colección, que es función tradicional del museo.  Lo anterior tiene al menos dos consecuencias muy relevantes. Por una parte se sobredimensiona el propósito del museo tradicional con una relativamente nueva y descomunal función —la educación—, aunque normalmente sin recibir recursos extra para ello. Eso último tiene una repercusión fundamental en la gestión de los museos que demasiado a menudo se soslaya. Por otra parte, el museo contemporáneo deberá identificar, guardar, clasificar, custodiar, restaurar y, en suma, conservar los objetos y fenómenos teniendo en cuenta también su importante papel de ser los recursos propios de su forma única de comunicar y educar. Esto puede estimular importantes cambios en los procesos estratégicos de conservación y colección, lo cual frecuentemente fomenta considerables controversias entre los profesionales.

En todo caso, por la propia naturaleza consistente y tangible de los recursos propios del lenguaje museográfico (objetos y fenómenos), estas labores de conservación resultan particularmente costosas. En sentido estricto, la conservación no es un empeño exclusivo del museo contemporáneo, pues otros lenguajes también velan por la adecuada conservación de sus recursos comunicativos propios, los cuales también son considerados patrimonio, en este caso, inmaterial. El lenguaje escrito —por ejemplo— a través de sus academias de la lengua, conserva y colecciona los vocablos propios de los diferentes lenguajes, aunque en este caso el espacio físico y recursos de los que precisa esta conservación sean normalmente mucho más reducidos y asequibles económicamente.

Otros lenguajes también conservan y coleccionan sus recursos comunicativos básicos, como hacen los museos. Los diccionarios de las academias de la lengua coleccionan y conservan las palabras como recursos propios del lenguaje escrito, aunque a ellos hacerlo les sale bastante más barato que a los museos. Créditos foto.

El coleccionado y conservación supone un enorme reto para todo tipo de museos: desde los museos de ciencia a los de arte contemporáneo pasando por los de historia.  Es necesaria una cantidad fabulosa de recursos para una adecuada conservación de las piezas. Este elevado coste se percibe, no ya tanto si se piensa en el pasado o en la actualidad, sino en un tiempo futuro que en principio será ilimitado [cabe imaginar la cantidad inmensa de recursos que precisará la conservación de la Piedra de Rosetta o de la Cacería de leones de Asurbanipal, de aquí hasta… ¡el final de la humanidad!].

Esto obliga a ser muy críticos con los criterios de los procesos de ingesta en los museos, determinando con gran rigor y exigencia qué piezas, por su relevancia y significación, pasarán a engrosar muy costosos procesos de conservación, los cuales en principio habrán de ser eternos. Si por otra parte se considera que las piezas relevantes identificadas siempre tenderán a crecer en número con el tiempo, es fácil comprender que podría llegar a verse seriamente afectada la sostenibilidad de futuro de los museos.

Obras tales como la Mercury Fountain de Alexander Calder (1937), que actualmente se exhibe en la Fundació Joan Miró de Barcelona, exigirá importantes recursos para su conservación a lo largo de los siglos venideros, durante un tiempo en principio ilimitado. Créditos foto.

Coleccionar en los museos contemporáneos.

Así pues, de lo anterior se desprende que devendrá imprescindible el desarrollo de redes de museos, centros de catalogación globales, incluso salas de reserva comunes, especialmente para los museos pequeños que no tienen capacidad de almacenamiento.

Precisamente para estos museos pequeños intensamente dedicados a lo educativo, otro recurso para «coleccionar» puede radicar en realizar un esfuerzo de identificación del valor de ciertas piezas, entendidas como recursos del lenguaje museográfico.

Bajo este concepto, puede no ser preciso incorporar a una colección de un museo modesto un fragmento de 300 gr de bauxita común que ya se encuentre en otro museo de su entorno territorial: de facto, todo lo que será preciso para disponer de una pieza de bauxita en la colección del museo será una detallada ficha con fotos y escáners precisos de esta pieza, que incluya sus características y la manera —convenientemente actualizada— de conseguir esa pieza en otro museo o en el comercio minero o similar en el momento en que se necesite usar en las exposiciones (un caso claro de aplicación de los activos de las nuevas tecnologías en los museos). Y por supuesto lo más importante: un detallado análisis de los diferentes fines comunicativos a los que puede servir el trozo de bauxita en el contexto de una exposición y en base al lenguaje museográfico, lo cual supondrá una importante dedicación de recursos, pero no de espacio físico.

Por lo tanto, elaborar con detalle esta exhaustiva ficha por cada pieza también es coleccionar —e incluso también es conservar—, aunque el objeto así coleccionado, al final, sólo ocupará un pequeño y relativamente barato espacio en la nube. Y el acceso a esta nube es universal mediante Internet, por lo que esta pieza de la colección quedará a disposición universal para cualquier propósito museográfico y en cualquier parte del mundo.

Coleccionar (fenómenos) en los museos contemporáneos.

Un aspecto positivo del coleccionado de fenómenos es que no es estrictamente necesario recopilarlos físicamente para conservarlos —con el consiguiente coste derivado—, sino que basta con catalogar cuidadosamente el modo de recrearlos tangiblemente en las exposiciones, y sobre todo detallar las posibilidades comunicativas que pueden ostentar en diversas aplicaciones museísticas. Coleccionar así desde luego que no supondrá un ahorro de tiempo ni de esfuerzo —más bien al contrario—, pero sí de carísimo espacio físico que de otro modo habría que dedicar de forma en principio ilimitada.

Desde mediados de los años 70 del siglo pasado, el Exploratorium editó un total de tres volúmenes (llamados metafóricamente Cookbooks) con detalladas indicaciones técnicas que permitían a cualquier museo de ciencia reproducir diferentes dispositivos capaces de recrear fenómenos científicos. Estos elementos fueron concebidos por este museo americano aplicando intensos trabajos de I+D+i museístico y caracterizaron su labor desde los orígenes, dándose en llamar interactive exhibits y fundando un estilo de museo científico basado en el fenómeno y no tanto en el activo clásico del objeto.

La influencia de este museo a través de estos tres libros fue realmente amplia y creó toda una escuela museística. Hoy en día, aunque las detalladas soluciones técnicas que proponen estos libros en algunos casos estén evidentemente superadas, los Cookbooks se mantienen de plena vigencia desde el punto de vista museográfico y educativo, y siguen constituyendo un potente recurso a disposición de cualquier proyecto museográfico de ciencia en cualquier parte del mundo: toda una colección de fenómenos tangibles disponible para todos los museos sin ocupar más que unas cuantas páginas de papel en una estantería o, mejor, unos cuantos bits. No es necesario guardar —con el consiguiente gran coste— el dispositivo que recrea un determinado fenómeno: basta con reproducirlo siguiendo las detalladas indicaciones preexistentes cuando el museo lo precise[1].

No obstante, en el caso anterior sí es del todo necesario identificar, estudiar y detallar tanto el funcionamiento como la aplicación museográfica de cada fenómeno. De este modo, los esfuerzos del conservador contemporáneo se dirigen no sólo a preservar físicamente los recursos del lenguaje museográfico, sino también a desarrollar con todo detalle sus características, los modos de obtenerlos o recrearlos llegado el caso y, sobre todo, sus capacidades y aplicaciones comunicativas en el contexto del lenguaje museográfico.

Una vez más, lo anterior no es un aspecto único del lenguaje museográfico. El lenguaje de la música también ha coleccionado históricamente sus recursos y productos en partituras, lo cual apenas ha tenido coste de conservación: las partituras no contienen los sonidos musicales, pero sí precisas y detalladas indicaciones para recrearlos oportunamente por parte de especialistas adecuados (los músicos) en cualquier tiempo y lugar. Se trata de un caso perfectamente concomitante con los Cookbooks del Exploratorium.

Las partituras musicales no conservan los sonidos, pero sí el procedimiento detallado para reproducirlos en cualquier tiempo y lugar por parte de profesionales especializados (los músicos).  Los fenómenos —como activos del lenguaje museográfico— se pueden también conservar de esta «barata» e universal manera, a condición de hacer el esfuerzo previo de describirlos a la perfección, tanto en su manera técnica de recrearlos como en sus posibilidades y aplicaciones comunicativas en base al lenguaje museográfico. Créditos foto.

[1] https://www.elmuseotransformador.org/el-braincoin-como-maximo-valor-patrimonial/

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