Cómo hablan los museos

Guillermo Fernández, El Museo Transformador

Reconociendo un lenguaje llamado museográfico.

Los museos, hoy, son medios de comunicación. Ya no son lugares solemnes a los que peregrinar para reverenciar una colección, sino organizaciones que pretenden dedicar un lenguaje propio a un propósito educativo: han pasado de ser fines en sí mismos a ser medios de comunicación; un proceso en el que siguen enfrascados con mayor o menor tesón, consciencia y éxito.

La pregunta que se suscita inmediatamente es cómo se verifica esa intención educativa, es decir, cómo comunica el museo, pues el simple hecho de reconocer que el museo comunica no ofrece una respuesta automática. Y resulta que existe un lenguaje que es propio del museo y que tiene lugar sobre todo en él ―aunque no necesariamente siempre en él―: el lenguaje museográfico, el cual identifica en la exposición su producto comunicativo propio.

Cada lenguaje tiene sus propios recursos comunicativos, aquellos que justifican precisamente que ese lenguaje tenga personalidad propia y capacidad autónoma de existir. El lenguaje museográfico tiene sus recursos propios y endémicos ―y por tanto nucleares― en todo aquello que es tangible.

El museo comunica, pues, empleando los objetos y los fenómenos tangibles. En muchos sentidos lo que ofrece un museo se asemeja al tipo de experiencias intelectuales reales que vivimos en el día a día cotidiano, aunque de un modo especialmente enriquecido, respondiendo a ese fin explícitamente educativo que esgrime el museo. Porque lo que está en el museo no está representado, sino presentado.

En el museo podemos trabar contacto con objetos reales con los que compartimos momento y espacio, se trata de semióforos[1] que trasladan significados. El cráneo de Miguelon, la Piedra de Rosetta o el Guernika de Picasso no tienen sólo un valor histórico o científico, sino un potente valor simbólico y, por ende, profundamente comunicador. Estos objetos recurso del lenguaje museográfico no tienen por qué ser siempre auténticos: los modelos son otro tipo de objetos tangibles que tienen su propio papel en este lenguaje.

Más recientemente ―y particularmente en el caso de los museos de ciencia― los fenómenos reivindican su espacio dentro de esta apología de la tangibilidad tan propia del lenguaje museográfico. Los museos de ciencia han abierto el camino en este sentido ofreciendo un espejismo recreado a la perfección mediante planchas metálicas calientes, o un bello arcoíris a partir de un fino aerosol de agua[2]. Siempre es todo real; siempre es todo tangible; siempre es todo museístico. No obstante, todavía es posible profundizar mucho en el recurso del fenómeno en otros tipos de museo, y he aquí uno de los retos de futuro más estimulantes del museo contemporáneo.

El lenguaje de los museos no es explícito. Tampoco lo es el lenguaje de la poesía, ni el lenguaje musical, ni lo es el lenguaje pictórico. Como todos estos lenguajes, el lenguaje museográfico precisa de la participación del receptor en la construcción del mensaje. Esto no es una desventaja sino más bien lo contrario, pues los lenguajes que reclaman una participación plena del receptor quizá sean menos explícitos pero son más eficaces en muchos aspectos. Además, en el caso del museo, esa co-construcción del mensaje por parte del receptor se realiza de una forma singular y configura otra de sus características propias: sucede de manera colectiva en el seno del grupo visitante, con la conversación como elemento clave.

Recursos auxiliares o de mediación.

Todos los lenguajes poco explícitos requieren, puntualmente, algún pequeño detalle de explicitación o mediación. Esto se consigue dejando entrar en escena, por poco tiempo y con apenas protagonismo, a otro lenguaje que se caracteriza, sobre todo, por su capacidad para ser más explícito.

Los pintores ―por poner un ejemplo― emplean otro lenguaje aparte del pictórico, como es el lenguaje escrito en el título de sus cuadros. A veces quizá puede parecer redundante (Niños comiendo uvas y melón; Murillo, 1645), o extraordinariamente sugerente (Las señoritas de Avignon; Picasso, 1907). Pero siempre es poca cosa y muy moderada y auxiliar, pues lo principal, lo nuclear y lo protagonista es y debe ser el lenguaje pictórico, en este caso.

Por seguir con los ejemplos. En el lenguaje cinematográfico no falta el uso de recursos de otros lenguajes tales como el lenguaje musical. Y también una cucharadita rasa de lenguaje escrito, del estilo que tan bien sitúa al espectador al principio de todas las entregas de Star Wars, por mencionar solo un ejemplo más.

En el caso del lenguaje museográfico, los recursos auxiliares principalmente empleados  son tres:

  • Lenguaje escrito: normalmente la cartela ya comentada. Puede contener esquemas, fotos u otros elementos gráficos.
  • Lenguaje oral: con la visita comentada como principal exponente. En ocasiones sumando aspectos del lenguaje escénico.
  • Lenguaje audiovisual: el video. O más recientemente las infografías y otros recursos digitales.

Como la sal o la pimienta, empleados en dosis muy reducidas y recurriendo de forma muy moderada a ellos, estos tres lenguajes pueden tener un efecto ideal como elemento auxiliar o de mediación del lenguaje museográfico, en tanto en cuanto aportan ese relámpago de explicitación que a veces es buen catalizador para los lenguajes poco explícitos. Cabe también destacar que los tipos de mediación anteriormente mencionados no son estrictamente exclusivos del lenguaje museográfico. Por citar un par de ejemplos: una buena experiencia gastronómica puede ser complementada por algunas precisas explicaciones del metre; o un buen y conciso folleto impreso repartido a los asistentes, puede suponer un interesante soporte a la experiencia intelectual de asistir a un concierto.

Lamentablemente no siempre se entiende bien el lenguaje museográfico. Con facilidad las exposiciones se pretenden resolver ―sorprendentemente― a base de magnificar los recursos auxiliares, y hay promotores de exposiciones que parecen convencidos de que el video de un fenómeno o la foto de un objeto son soluciones suficientemente comunicativas, ello a pesar de que casi nadie se conformaría con ver un video de la Cueva de Altamira si pudiera entrar en la Cueva de Altamira.

Afortunadamente para todos nosotros, a Bartolomé Esteban Murillo no se le ocurrió prescindir de sus pinceles para realizar su mencionado cuadro de 1645, en base de escribir un texto explicativo de la escena de lado a lado de su blanco lienzo de lino de 145,6 cms × 103,6 cms.

En algunos casos, este abuso estrictamente equivocado de los recursos auxiliares en el ámbito de la exposición, se debe a un profundo o incluso total desconocimiento del potencial y recursos del lenguaje museográfico. En otras ocasiones responde a una intención de reducir la creación de una exposición a hacer algo sobre todo barato y rápido, que resulte atractivo y pueda anunciarse como visitable. Por último, hay que considerar el empeño determinado de los profesionales de los recursos auxiliares, que pondrán todo lo posible de su parte a fin de que el cliente crea que una exposición relevante se hace a base de lo que ellos saben hacer.

La sobreutilización de la sal y la pimienta arruina, pues, el guiso del lenguaje museográfico con gran efectividad. Y lo hace al menos a los tres niveles comentados:

  • Lenguaje escrito: la exposición reduce al visitante a lector. El proyecto se transforma en un producto gráfico impreso en gran formato. Cabe plantearse en estos casos si es viable en pleno siglo XXI proponer a los visitantes pasear por una sala leyendo de pie.
  • Lenguaje oral: La exposición reduce al visitante a espectador. El orador adquiere el máximo protagonismo. Cabe plantearse en estos casos si no sería mejor articular un ciclo de conferencias, una buena obra de teatro o incluso un programa de actuaciones de monologuistas, antes que una exposición.
  • Lenguaje audiovisual/infográfico: la exposición reduce al visitante a usuario. Cabe plantearse en estos casos si, en lugar de una exposición, diseñar una buena web no sería algo mucho más barato y que llegaría a muchas más personas.

Desde aquí se reivindica el uso y respeto del lenguaje museográfico. Del mismo modo que no es teatro todo lo que se haga encima un escenario, no todo lo que quepa en una sala de exposición y pueda resultar visitable será por ello museísticamente oportuno a la experiencia intelectual única propia del lenguaje museográfico.

[1] Sémiophores (portadores de significado). Krzysztof Pomian llama así a esos objetos cuyo valor simbólico es distinto y superior a su valor de uso.

[2] En mi libro El museo de ciencia transformador, profundizo en estos recursos propios del lenguaje museográfico: http://www.elmuseodecienciatransformador.org/la-tangibilidad/

6 comentarios en “Cómo hablan los museos”

  1. Felicidades Guillermo,
    Considero necesario, en estos tiempos donde la teoría museológica se ha acomodado en la utopía este tipo de publicaciones, que generan una respuesta real a un problema, en este caso cómo se identifica o cúales son los límites del lenguaje museográfico. Estoy plenamente de acuerdo en la idea de ubicar, definir, y delimitar el lenguaje museográfico, unas veces anclado en la ambiguedad y en el deseo de adaptación con las nuevas tecnologías, otras, en el inmovilismo y en la pasividad de un lenguaje decimonónico, más bien encontrado en museos de arte o historia. Es un reto, ese respeto del lenguaje museográfico, en la era de (si se me permite la invención de un término) la «post- post- modernidad».

    1. El museo transformador

      Estimado Alejandro,
      gracias por tu comentario. La idea de ir a la esencia del lenguaje museográfico (no por nada más que por mantener su singularidad y necesidad, y por asegurarnos de emplearlo con toda su eficacia), no sé si se podría llamarse post-post-modernidad. Yo creo que es más bien una intención de buscar sus características comunicacionales básicas, en un contexto como es el actual, en el que el lenguaje museográfico a menudo ha recibido inclusiones demasiado severas de productos propios de otros lenguajes. Mi idea con esta búsqueda no es ser purista, sino intentar ser riguroso. Te mando un muy cordial saludo. Guillermo.

  2. Querido Guillermo.
    Como siempre, es un placer leerte.
    Es muy interesante recordar la vigencia de los museos, incluyendo los científicos, en estos tristes tiempos. Una vigencia no sólo interesante sino necesaria.
    Hay una distinción que me parece preciosa y es la que estableces entre cosas y fenómenos. Hay cosas que suponen un valor que va mucho más allá del material y la forma; se trata del simbólico. Pero lo que diferencia al museo científico es que realiza, reifica en cierto modo, lo fenoménico. Un arco iris no es una cosa, y verlo realizado en un espacio convierte a ese espacio en algo que, exagerando, podríamos decir no sólo luminoso sino incluso numinoso.
    Tal vez sean estos tiempos curiosamente propicios para visitar un museo científico.
    Un abrazo
    Javier

    1. El museo transformador

      Gracias Javier,
      tu comentario es tanto más interesante en estos tiempos que corren, en los que resulta fácil pensar que lo que ofrece un museo podría ser sustituible por un producto virtual on line.
      Otro abrazo.

    1. El museo transformador

      Alex,
      gracias a ti por tu comentario. Tú y yo hemos vivido bastantes experiencias con guisos demasiado salados o demasiados picantes 🙂

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