Entrevista Joan Santacana (castellano)

Joan Santacana es arqueólogo, profesor universitario e investigador en el campo de la museografía didáctica e interactiva.


Has estado muchos años directamente vinculado al mundo de los museos y del patrimonio desde la universidad. ¿Crees que la mirada académica es diferente a la de las personas profesionales de los museos? Si es así, ¿en qué?

No sé si hay una mirada académica referida al mundo del patrimonio y de los museos; de hecho, la academia, al menos en nuestro país, ha vivido a menudo de espaldas a este mundo y cuando lo ha hecho, no siempre ha contado con el conocimiento suficiente. Muy a menudo los profesores universitarios y los que desde las universidades han trabajado sobre el patrimonio han procedido de la Historia del Arte y de las Escuelas de Arquitectura. Los profesores de arte han analizado el patrimonio desde su particular ángulo y, por tanto, no demasiado diferente a lo que ya hacían en las aulas. En cuanto a los arquitectos, evidentemente los museos forman parte de su tarea de proyectar, y por lo tanto, han visto este mundo como propio. Pero ni unos ni otros conocían demasiado, a priori, la materia prima sobre la que se tenía que trabajar. En las postrimerias del siglo pasado estos colectivos académicos que han intervenido en los museos se han visto reforzados por investigadores procedentes del campo de la antropología cultural y esta visión significó una aportación original, pero no siempre útil en campos como los museos de ciencia, los de tecnología, etc. Finalmente ha habido incorporaciones tardías de colectivos universitarios que se han ocupado de los museos y del patrimonio procedentes de campos como la didáctica que han querido intervenir en la manera de presentar el patrimonio con el fin de hacerlo comprensible para todos. El resultado en este caso ha sido muy desigual, ya que a menudo han empleado su disciplina para tratar a los públicos infantiles, confundiendo el entretenimiento con el conocimiento. Yo diría que los últimos tipos de académicos que han querido poner el pie en los museos han sido los pedagogos pero su aportación ha sido a menudo poco útil, ya que normalmente desconocen los contenidos del museo, y para enseñar o para crear conocimiento a partir de restos, objetos o materiales científicos, es necesario primero conocer el tema y, si es ya es difícil enseñar lo que conoces, enseñar lo que no conoces es imposible.

Naturalmente la mirada de los museólogos, de aquellos que se han formado en las salas del museo, sí conocen la colección; todos los demás profesionales, académicos o no, deben ser de ayuda y deben ser escuchados, porque es importante saber el punto de vista del arquitecto, del historiador del arte, del pedagogo, del antropólogo, etc. Pero no siempre debes hacerles caso. Recuerdo un caso en el que se tenía que hacer una exposición sobre micología y, claro, había que tratar desde los hongos que empleamos como medicamentos como la penicilina, hasta los que empleamos en los alimentos (cerveza, quesos, vinos,) y de las setas. El micólogo pretendía que la exposición mostrara todos los centenares de tipos de setas conocidas y naturalmente eso era una barbaridad: ¡había que escucharlo pero no se le podía hacer caso!

Fuiste un precursor de la didáctica del patrimonio. ¿Crees que se ha avanzado de manera adecuada en este ámbito? ¿Cuáles son las características que la diferencian de otras didácticas?

Yo planteé la museografía didáctica a comienzos de este siglo porque quería dar soluciones a unos museos que no estaban pensados para la gente normal. Esto me llevó a formular alguna teoría sobre la didáctica del patrimonio. Yo entiendo la didáctica tal como lo definió Comenius en el siglo XVI cuando decía que «es un artificio universal para hacer comprender y conocer la mayor parte de cosas a la mayor parte de personas de una manera eficiente y agradable o divertida.» Por lo tanto, es un artificio, es decir, un conjunto de habilidades. Cuando los maestros quieren enseñar de verdad, lo primero que hacen es intentar averiguar qué es lo que sabe el alumno y debe actuar consecuentemente. No se puede enseñar en el vacío; tampoco se puede enseñar aquello que no se sabe; el maestro debe saber muy bien lo que quiere enseñar, y todo ello constituye un corpus de «reglas» que hacen eficiente la enseñanza si se aplican con inteligencia. La didáctica del patrimonio aplica estas reglas a elementos que son a menudo materiales, como edificios, restos, objetos, huesos, etc. En este sentido es una didáctica objetural, que intenta que sean los objetos quienes hablan; si yo miro los dientes del cráneo de un animal, y previamente he mostrado como los hay que rompen, otros chafan, otros cortan, etc., me resultará fácil deducir si era herbívoro o carnívoro … Por lo tanto, se ha avanzado un poco, pero a nuestros museos, especialmente en Cataluña, nos queda mucho por recorrer en el campo de la museografía didáctica. Todavía no hemos entendido que para construir conocimiento hay que entusiasmar, tener guiones potentes, saber interrogar a los objetos, a las obras de arte, a los fósiles, a las rocas…

Foto: Wikimedia Commons (créditos foto)

Nosotros definimos al lenguaje museográfico como el endémico de los museos y del patrimonio. Un lenguaje que tiene su gramática y sintaxis propia y que se basa en el poder comunicativo de los objetos y de los fenómenos. ¿Qué papel crees que debe tener este lenguaje en la educación museística y la didáctica del patrimonio?

Cada disciplina tiene su lenguaje; su función es dar precisión, conferir rigor a los conceptos. Si se prescinde del lenguaje técnico se pierde conocimiento. La museografía, como ocurre con la medicina, o el derecho debe mantener los términos específicos con los que etiquetamos los conceptos. Todo aquel que trabaja en temas relacionados con el museo debería conocer su terminología, propia y exclusiva; no es igual hablar de museografía que de museología. Lo que pasa es que el lenguaje no debe emplearse como un sistema encriptado para marginar a los que no lo conocen, como a veces se hace en algunos museos. Esto equivale a no esconder el lenguaje sino a explicar el significado de las palabras técnicas.

Hace catorce años coordinaste con Carolina Martín, el Manual de Museografía interactiva. A menudo el término interactivo se confunde con montar módulos u objetos donde se pueda tocar (normalmente un botón) y pasen cosas. Con los años se ha demostrado, sobre todo en los museos de ciencia, que este hecho no ha fomentado la interactividad en el sentido en que la definía Jorge Wagensberg sino las carreras para ver quién pulsa más botones. ¿Qué piensas de ello?

La auténtica interactividad está en el cerebro, no está en los dedos de la mano. El museo interactivo es el que hace preguntas, perturba, enamora y en el fondo crea conocimiento. Si el museo no sabe hacer preguntas, no puede esperar que los usuarios se planteen respuestas. Cuando en los primeros museos de ciencias se pusieron elementos que llamaban interactivos manuales, era porque había profesionales que interactuaban con la gente; los acompañaban en el recorrido, les ayudaban en la tarea de descubrir el mundo. Pero cuando algunos museos hicieron desaparecer la interacción humana porque resultaba demasiado cara de mantener y la sustituyeron por los mecanismos del toca-toca, los equipamientos museísticos empezaron a convertirse en inútiles, ya que habían perdido el poder de preguntar. Nosotros, en el libro mencionado de la museografía interactiva ya lo planteábamos eso, pero las administraciones, quiero decir sus responsables, cuando hacen un museo piensan a menudo en hacer un edificio singular, piensan en el diseño que tiene pasmar a los neófitos y no piensan que sin personal muy preparado todo se convierte en inútil. Yo, a veces, imagino cómo sería diseñar una peluquería con un diseño fantástico, con buenos materiales, con sillas ergonómicas y música ambiental, pero en el momento de poner los peluqueros o las peluqueras, se procediera a alquilar a cualquiera, a delegar el servicio a una empresa sin formación específica en peluquería y, de esta manera, se abriera el local al público: ¿qué pensaría la gente de este negocio?; ¿cuándo tiempo duraría? Eso es lo que pasa con los museos denominados interactivos; se diseñan máquinas interactivas esperando que, por sí solas cautiven a los usuarios, pero el usuario no ha tenido ninguna motivación previa, no ha pensado nunca en la temática que tratan las máquinas y por lo tanto, se limitan a mirar, mientras que los niños y niñas corren a tocarlo todo, sin leer nada, ni esperar respuestas a preguntas que ellos no se han formulado. Esta problemática de los mecanismos interactivos, hoy se ha agravado con los mecanismos digitales, el problema todavía es mucho más grave.

Si continuamos hablando de interactividad, uno de nuestros miembros fundadores, Pere Viladot, en su libro La Educación en el museo de ciencias transformador, de próxima publicación, ha definido la museografía interactiva como aquella que se basa en el diálogo permanente entre la emoción, acción, la reflexión, las tres interactividades que definía Wagensberg a través de la comunicación entre las personas, es decir, habla de una interactividad social y no individual. ¿Cuál es tu opinión?

Debería ser así; es la única interactividad que crea conocimiento; la otra simplemente entretiene. Wagensberg lo había trabajado mucho; compartimos algunas charlas sobre estos temas de los que él era un apasionado.

En El Museo Transformador hemos acuñado el término museísta para referirnos a las personas que trabajan en los museos ya que el término museólogo nos parece demasiado académico y que deja fuera a muchos de los itinerarios profesionales. ¿Cuál es tu opinión al respecto?

No me lo había planteado hasta que lo vi. De hecho «museólogo» quiere decir aplicar el logos al museo, es decir la razón, el razonamiento; a mí ya me parece bien.

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