Pere Viladot, El Museo Transformador
1. La divulgación como una forma de educación.
«Para George todo aquello era educativo, inmensamente educativo. Pero en absoluto escolar. No le hizo nunca el efecto de que aquella información le fuera impuesta.“ Esta cita de la novela policíaca Cuidado con esa mujer de David Goodis es una buena definición de lo que hacen los museos y otras muchas instituciones que se dedican a la divulgación. La divulgación (científica, histórica, artística, etc.) es educación y por sus características, mucho más cercana a la ciudadanía que la de la escuela que se impone.
Lo es porque divulgar según la RAE es «poner al alcance del público algo» y para hacerlo bien hay que conseguir que el conocimiento a divulgar sea construido en el cerebro, o sea, se aprenda. ¿Por qué y cómo se generan los micro y nano plásticos? ¿Qué factores influyeron en el nacimiento del fascismo? ¿Qué representó Goya para la pintura moderna?
Educación no es solo lo que se hace en la escuela, es un proceso de experiencias de diversa tipología para construir conocimiento y que con este, las personas puedan actuar de forma efectiva en la sociedad para mejorarla.
«El aprendizaje se da sin necesidad de que haya enseñanza» dice Héctor Ruiz en el excelente libro Cómo aprendemos (2020). No decidimos cuando aprendemos, no tenemos un botón para activar el aprendizaje, siempre estamos aprendiendo —incluso durmiendo, cuando se generan nuevas conexiones neurales (¿No habéis tenido la experiencia de despertaros comprendiendo algo que el día antes no entendíais?).

2. El vehículo para la educación en el museo es la exposición que nos cuenta una historia.
El museo Transformador es aquel que sabe que su función principal es la educación. Pero para ello, cualquier actividad que se haga en el museo debería tener a las exposiciones — que son su razón de ser— como eje central. Ya no lo son las colecciones que están al servicio de esta función. De finalidad a medio. Pero para ser efectivas las exposiciones deberían explicar historias que estuvieran vinculadas a la cultura del visitante. Desde que somos homo sapiens, nos contamos historias que, como dice el neurobiólogo David Bueno, es nuestra forma de desparasitarnos unos a otros, de fortalecer nuestras relaciones sociales. El relato tiene un papel capital en cualquier actividad de divulgación. Y sin narrativa, no hay exposición sino una muestra de objetos o fenómenos.
Con estos, que son los recursos básicos del Lenguaje Museográfico, el endémico del museo, se debe construir el relato que acercará a la persona que lo visita al contenido de la exposición. No es suficiente confiar en el magnífico poder emocional de los objetos (que están) y los fenómenos (que pasan) basado en la tangibilidad. Sin relato que la hile, los objetos o fenómenos expuestos son como la excelente frase de una novela o la secuencia de una película sacada de contexto de la que no conocemos su argumento.
3. Aprendemos si nos lo pasamos bien
«Cuando un evento genera emociones, se recuerda mejor que cuando no lo hace» (Héctor Ruiz, ibidem). Desde los años 70 del siglo pasado, el papel de las emociones generadas por los objetos o fenómenos han sido, junto con el hands on que se estableció a raíz del nacimiento de los museos de ciencia contemporáneos, el leitmotiv de muchas de las exposiciones y actividades de los museos. En los de ciencia, un eslogan recurrente desde entonces ha sido el de hacer ciencia divertida. (Y por extensión a todo tipo de museos, diversas metodologías divertidas como las teatralizaciones, reduciendo lo ameno, placentero, grato a lo divertido).
Pero «ante estímulos emocionalmente intensos, el cerebro focaliza su atención en ellos —los estímulos— e ignora aquello que los rodea», el tema que se está pretendiendo divulgar (Héctor Ruíz, ibidem). En el Museo Transformador preferimos hablar de Ciencia (o historia o arte) seductora —con efecto a largo plazo— antes que divertida —con efecto a corto plazo.
4. El museo es el contexto ideal para la divulgación
He repetido alguna vez en eventos públicos, algo que ha sorprendido y, me atrevería a decir, escandalizado a más de uno: en el museo se aprende mejor que en la escuela. Estoy seguro de ello. Las condiciones en las que se inserta una actividad de divulgación en el museo son mucho más abiertas e impactantes que las de la escuela.
En el museo hay libertad organizativa, nadie nos indica qué contenidos ni cómo hay que darlos a diferencia de la escuela. Por lo tanto, podemos experimentar con total libertad, ejerzámosla sin miedo. Con coherencia e investigando —¿para cuándo el departamento de investigación en educación museística?
En el museo se favorecen las acciones en grupos pequeños sean de alumnado, familias o adultos. El eje es el grupo pequeño mientras que en la escuela lo es el grupo-clase.
En el museo los recursos son singulares, únicos. Empezando por el contexto urbanístico donde se ubica que suele ser especial, siguiendo por el propio edificio, clásico o moderno pero siempre singular y terminando por la infinidad de estímulos en su interior —cuidado con esto, menos es más— que sorprenden, seducen, atrapan y estimulan.
En el museo la experiencia es básicamente social. Por descontado cuando vamos con la escuela, la familia o los amigos. Pero incluso yendo solos, miramos las caras de los demás, escuchamos, interaccionamos con las personas que nos rodean.
En el museo el protagonismo es de las dinámicas sociales en las que la conversación tiene un papel trascendente. La construcción de nuevos conocimientos se establece a partir de la reflexión individual fomentada por el diálogo con los que nos acompañan —en el museo está prohibido no conversar.
Por todo ello, afirmamos que el museo es el contexto idóneo para el aprendizaje competencial, aquel que nos permite la transformación social en base a la acción crítica de la ciudadanía. Es un contexto nuevo, rico en experiencias, con personas diferentes y en contacto con la realidad. ¿Qué más se puede pedir?