Guillermo Fernández, El Museo Transformador
Cuando en los museos y exposiciones hablamos de objetos reales, a menudo hacemos referencia a las piezas, es decir, a los objetos que en el contexto de la exposición se representan a sí mismos, como sería el caso de una moneda de oro de medio escudo del s. XVIII. Pero no debemos olvidar que en un buen museo o exposición todos los objetos son reales.
Y es que esa condición de ser real también incluye a los modelos: objetos igualmente (también reales, se insiste) pero que no se representan a sí mismos, sino que han sido creados para representar a otro objeto o a otro concepto.
Los modelos más evidentes son las reproducciones de objetos reales, ya sean más o menos realistas, o estén o no a la misma escala de tamaño. Pero las funciones del modelo van mucho más allá de emular al aspecto de otros objetos (o de intentar sustituirlos), ya que la creación de buenos modelos articula gran parte de un trabajo excelente con los activos del lenguaje museográfico.
Pero sí: aceptamos que los modelos que más abundan en museos y exposiciones son los que pretenden emular algo real que, por diferentes motivos, no se pueda tener en su versión original. Y de este tipo de modelos, quizás los que gozan de especial aceptación sean aquellos habitables —a veces también llamados escenografías; un concepto importado del lenguaje del teatro—. En todo caso, el hecho de que su gran tamaño permita entrar en ellos físicamente no afecta a su condición, antes bien al contrario.
Con precedente en los célebres dioramas del American Museum of Natural History, existen diversos y celebrados ejemplos de estos modelos habitables. Sería el caso de la famosa trinchera de la Primera Guerra Mundial que se encuentra en el Imperial War Museum de Londres. O en otro orden de cosas, el de la neocueva del Museo de Altamira. En ambos casos, la singular característica de ser modelos que por su tamaño y características permiten ser habitados, eleva a su máximo exponente el contacto sensorial del visitante con ellos (algo que a veces se describe con expresiones no del todo necesarias, tal y como experiencia envolvente).
Uno de los mejores ejemplos lo tenemos en Vitoria, en el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, donde es posible habitar durante unos instantes una reproducción exacta del cuchitril en el que José Antonio Ortega Lara pasó más de quinientos terribles días secuestrado por la desaparecida banda ETA a mediados de los años 90. No es fácil imaginar mediante qué otros recursos se podría conseguir transmitir al menos algo del horror de aquella reclusión.
En El Museo Transformador solemos decir que muchos mensajes —para nosotros seguramente la mayoría—, tienen en los recursos del inefable lenguaje museográfico su mejor forma de expresión. Este es sin duda es uno de estos casos, tan intensamente museográfico que nos lleva a atrevernos a retocar con toda modestia el famoso refrán: un objeto vale más que mil palabras… y vale más que mil imágenes.